domingo, 27 de mayo de 2012

El valor de lo que no queremos tener

La taza de café que sostenía en sus manos desprendía demasiado calor, tanto que la ventana se empañaba con el vaho que provocaba. América solo movía su cuerpo para desempañar el cristal y así poder seguir mirando por él, sin perder detalle de los coches que pasaban por su calle, porque no quería perderse su llegada, llevaba tanto tiempo esperándola que a penas podía sostener sus ojos abiertos, pues el sueño pasaba factura y esta vez tenía muchas horas con las que pagarle. 
Aún así América seguía allí, sin inmutarse de lo que pasaba a su al rededor, ella solo miraba fuera, dentro ya no había nada que la importara. 
Su padre todas las mañanas la cepillaba el pelo y lo recogía en una coleta que ella se deshacía cuando él ya no la miraba. La desesperación había pasado a ser su nueva compañera de piso, su amante y su acompañante a todas horas, ya no sabía qué hacer para que su hija aceptara que su madre no iba a volver, pues es razonable que los muertos no vuelvan a la vida. 
Cada día intentaba hablar con ella pero era como hacerlo con una pared, ella no le respondía, ni tan siquiera separaba los ojos de la ventana. Pasaban los días y América aceptó por sí sola dormir por las noches, con la esperanza de que su madre no viajara en esos intervalos de tiempo, de todas maneras nunca la gustó conducir de noche. 
Los días se convirtieron en meses, y hasta en años, dormía, comía el plato de comida que su padre le ponía en su regazo y no pestañeaba. 
Hasta que ese plato dejó de estar en su regazo, su coleta no volvió a ser hecha, y ya no oía esa voz de fondo que intentaba convencerla de que no mirara más a aquella carretera. 
Ahora estaba perdida, y sin un sitio al que mirar, ya nadie cuidaba de ella y no sabía a quién tenía que esperar.