jueves, 1 de septiembre de 2011

La Cala


Lucía el sol como hacía días que no lo hacía, entre los labios de Blanca se consumía la última calada de un cigarro rubio, no recuerdo muy bien la marca, la verdad. Acto seguido, abrió la ventana y arrojó la colilla desde un séptimo piso, cerró la ventana y se tiró sobre la cama. Estuvo allí tirada durante aproximadamente una hora, no quería dormirse, solo quería descansar su cuerpo. Después de ese intervalo de relajación, se sentó sobre el borde de su cama, y tocó el frío suelo con la punta de sus dedos, apoyó toda la suela y cogiendo impulso se levantó, abrió el armario, sacó su vestido largo, se lo puso, se calzó unas sandalias, cogió su bolso y se fue de casa. Empezó a caminar, poco a poco, su rumbo era decidido, sin embargo su paso no lo era tanto. Al cabo de media hora, quizá un poco más, llegó a aquella cala, “mi cala”, solía llamarla; era una pequeña  playa, prácticamente virgen, que inexplicablemente permanecía siempre vacía, bueno, siempre, excepto cuando Blanca se sentaba en su fina arena. Blanca, una vez más reposó su cuerpo en la arena, empezó a jugar con ella, cogía pequeños montoncitos de arena y después dejaba que los diminutos granos escaparan del cautiverio de sus manos, abriéndolas y provocando que estos se deslizaran entre sus dedos, estaba fría, al igual que el agua que mojaba sus pies, pues la marea empezaba a subir. Se me había pasado decir que eran las nueve de la noche, las ocho  en canarias, como diría cualquier medio de comunicación, (como si no lo supiéramos ya) Posó su vista en el horizonte, el viento empezaba a ondear su larga cabellera y sus ojos empezaban a tomar un cierto brillo por el reflejo del atardecer. De repente,  sintió su mano en la espalda, no le hizo falta ni mirar hacia atrás, conocía de sobra el calor de sus manos. Blanca se estremeció, esbozó una dulce sonrisa y reclinando su cabeza hacia atrás esperó a que él se agachara y le diese un beso.
Así fue, Eduardo encorvo un poco su espalda, dobló sus rodillas y le dio un beso a su chica. Minutos después, ellos estaban abrazados, acurrucados el uno junto al otro, hablando sin poder parar, hasta que sus ojos se cruzaban y no sin antes sonreír, se besaban. Una cosa, llevó a la otra, la otra, a la de más allá, y como cada atardecer acababan haciendo el amor, sin importarles si el vecino del quinto les podría estar viendo desde su balcón, tenían la percepción de que en ese momento solo estaban ellos dos, aunque en realidad en ese instante eran solo uno.
Y así, transcurrió aquel verano, así, sin que nadie más lo supiese, cada atardecer hasta que llegó Septiembre, el horizonte y aquella cala perdida, fueron testigos de aquel amor tan dulce. Después, cuando llegó el amargo Otoño, continuaron con sus vidas en la ciudad, ahora hacían el amor entre cuatro paredes, pero como un sabio amigo me dijo una vez, no importa el lugar, sino con quien. 

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